Normalizando la locura

El problema no es que oigas voces que te dominan. Ni que ideas perturbadoras te inviten a cometer atrocidades. Tampoco que seas un alma en pena. Se trata de estados mentales que, en principio, difieren de lo común. Sí, es menos sano, pero para el primero que es más insano es para el que lo sufre. Algo que la sociedad no suele ver ni quiere entender. Ese es el verdadero problema. Porque cuando una mente es capaz de tergiversar el curso normal de una persona, es esta misma la que ve torpedeada su felicidad. Y todavía más cuando se da cuenta que contarlo al resto puede ser un suicidio en vida, ya que la máquina de los etiquetajes y los prejuicios se pondrá a funcionar antes de hora.

Sí, yo sé el camino para que la enfermedad mental encuentre su curación en uno u otro grado. Todo lo que hacemos ahora es atacar el problema cuando esté ya se ha sobredimensionado tanto que es irreparable en muchos casos. ¿De verdad quieren saber el cómo o seguirán mirando a otro lado como hasta ahora por si a ustedes también se les descubre la etiqueta de loco o enfermo? Háganse un favor, por el bien de todos. Normalicemos el problema mental, pero desde que nacemos. Que los niños puedan contar sin miedo todos sus miedos. Que los adolescentes dejen de llorar en soledad por vergüenza. Gritemos al viento que todas las mentes son humanas, y que lo que a ti te pasa es tan normal que para nada me extraña. Dejemos que la gente comparta lo que le sucede en el órgano más importante que tenemos. Créanme, queridos escépticos de la psique, que así empezaríamos a evitar muchas desgracias. Porque si yo desde pequeño sé que lo que me ocurre no es nada y que mi entorno me quiere y me acepta como si nada, sanaré lo que me pasa y sí resurge el problema tendré la capacidad para canalizarlo de nuevo sin sentirme humillado. Normalizando la locura, previniendo un futuro drama.

Sant Jordi, yo te maldigo

Érase una vez una población que vivía atemorizada por una bestia que lo quería consumir todo. Tanto era el miedo a perder su libertad, que decidieron ceder sus recursos para que ésta no terminara con ellos. Primero, perdieron sus bienes más superfluos. Luego, los más básicos. Y al final, los más necesarios. Y todo ello sin que su rey jamás diera cosa alguna. Como si no se atreviera a luchar contra el mal que les acechaba. Como si él, que lo tenía todo, no pudiera dar nada. Entonces, llegó un día que la bestia ya había consumido el territorio entero, quedando solo la vida humana. No había otro remedio. Los habitantes fueron cediendo sus almas para que el bárbaro no les destrozara. Le regalaban sus cuerpos y su sangre, a cambio de nada. Bueno sí, de un dinero que el rey repartía a un vulgo que no se preguntaba, que ya no pensaba. Pero un día, porque siempre hay un día, el pueblo exigió a su gobernante que debía dar a su hija para que la bestia no avanzara. Lloró y suplicó, pero la gente no le perdonó y la princesa fue entregada. A punto de ser devorada, un caballero que por allí pasaba, la salvó de su muerte anunciada. Mató al bicho, le regaló una rosa, y el padre de ésta le pidió que con ella se casara. Pero él no quiso y se fue a por otra hazaña. A pesar de su huida, esa persona fue homenajeada, y tratada de santa. El pueblo descansó una temporada.

¿Les suena que un miedo que nos hace entrar en una rueda de consumo que nos va matando mientras unos gobernantes que son cómplices de grandes corporaciones que nos dominan hacen que no saben nada y ven morir al pueblo hasta que un día les toca a ellos y es entonces cuando ponen remedio a una vida que nos destruye a cambio de darnos pan y circo? Pues eso. Ah, y que Sant Jordi era la mano derecha del rey, el cual montó todo el paripé para hacer creer al pueblo que su hija no era intocable, pero al final, como ya sabrán, se salva. ¿De verdad que no les suena muy mucho? En fin, leyendas muy reales, nunca mejor dicho.

Los últimos pasos

Quizá nunca te has parado a pensar qué siente un anciano cuando mira por la oscura ventana de su hogar. Un marco que habla del paso del tiempo como no lo haría nada ni nadie. Seguramente, ni ese ser que, triste, fija sus ojos en unas pisadas que jamás volverá a dar y en unos besos que ya son parte de su historia. En ocasiones, una mano acaricia sin fuerza el cristal de un ventanal que deja pasar una luz que se destruye cuando se alberga en el interior de una casa gobernada por el olor a muerte. Nada sobrevive a ese ambiente donde la vida cada día está menos presente. Será por eso, que en la tercera edad contemplamos tanto hacia el exterior, como queriendo evitar reconocer lo que dentro nos rodea. O no, será que uno busca, con el cuerpo dolorido, recordar a través de la mente los errores que le hicieron la vida menos feliz. Nunca termina el ser de machacarse. Da igual los suspiros que falten para el último adiós, la obsesión es que la desgracia siempre esté presente, aunque de éste quede poco, muy poco. De lo que sí hay tiempo es para la envidia. La envidia de ver como otros de tu edad sí pueden salir de sus casas. O unos más jóvenes hacen cosas que no volverás a hacer nunca más. Resignarse es un verbo pasivo, porque aceptar que no volverás a conquistar a nadie no es tarea fácil. Por suerte, sabes que nadie te observa a ti, porque esta humanidad no gana el tiempo en levantar la cabeza y mirar a otros seres, sino que prefiere perderse en sus superfluas preocupaciones. Sin fuerzas para llorar, y tras varias horas repartiendo tus contemplaciones entre lo que tus ojos te dejan ver y lo que tu mente quiere recuperar, decides volver a tu tenebrosa soledad. Giras el cuello y te invade de nuevo ese olor que empieza a ser tan familiar. Tanto, que es lo más familiar que te queda. Bueno, y también mi mano, que te acompañará a partir de ahora para ser tu último hogar.

Hasta que la cama nos separe

Entre tus pedos vaginales y mis apestosos pies empezamos a dibujar el camino de nuestra separación. Inevitable dudarlo cuando algo es tan ruidoso que hasta huele mal. Cuando dos de los cinco sentidos empiezan a flaquear hasta arrastrar al resto a la fatalidad. Al amargo sabor de tus labios, al frío tacto de tu piel y a unos ojos que ya no se miran ni incluso se ven. Sin sentidos nos dimos cuenta que lo nuestro carecía de sentido. Como tampoco lo tenía seguir durmiendo juntos, a pesar de que cada noche nos alejábamos un centímetro más hasta originar, por fin, el espacio vital que nunca nos dimos. Curioso. Es curioso que cuando alguien muere empieza a entender lo que nunca hizo bien. Quizá es que realmente sí haya otra vida. Lejos de ti, claro. Lejos de mí. Otra oportunidad para aplicar todo aquello que aprehendimos cuando agonizábamos en nuestro lecho de muerte. Donde había algo peor al hecho de no abrazarnos. No descansábamos, a la vez que no nos cansábamos de odiarnos. Por cada respiración elevada, en cada ronquido, ante el mínimo contacto. Entendimos tarde que la cama solo está para follarse, y si me apuras para abrazarse durante los tres primeros meses, donde la anestesia del enamoramiento hace su efecto. Después, los sentidos recobran su vida y empiezas a sentir el dolor de algo que te invade, que te impide ser tú. Ya no quieres fundirte con nada ni con nadie. Sólo quieres soñar con esa persona que no volverás a poseer entre tus brazos hasta que brille el primer sol de la mañana. Al final, fue la falta de ese brillo lo que no nos permitió soñar más. Fue tanta cama lo que nos separó por siempre jamás.

De chiste

Lo tuyo es de chiste. Y además de bueno, bien contado. Aunque si te soy sincero, creo que el origen de mis risas está sólo en el cómo lo explicas. Desde el mismo momento en el que decides contarlo hasta segundos después de terminarlo. Porque sabes elegir ese instante que me pilla de improvisto, y que llega en el mejor de mis momentos. Cuando más lo necesito, cuando, en realidad, mejor estoy para recibirlo. Encima, escoges el adecuado en cada contexto. El verde, para cuando no tengo ganas. El negro, para cuando ya no relativizo nada. Y el blanco, cuando debo mantener mi calma. Y sigue la improvisación. Porque cada chiste parece una historia inventada en ese instante. Tan natural y tan auténtico que no percibo que intentas recordar. Quizás es que no memorizas. Quizás es que cuando aprendes algo te quedas con la esencia y no con toda su presencia. Quizás. Me gusta que mientras relatas por tu boca, me contemplas con tus ojos, como empatizando conmigo para saber si necesito una pausa o más ritmo. Es la historia adaptada a mi estado de ánimo. Pero lo que más admiro son tus finales. No conozco a nadie, y mira que conozco a gente que quiere hacerse la graciosa, que haga lo que tú únicamente haces. Porque cuando ya todo parece acabado, va y añades una última frase o un detalle que le da la vuelta a todo. Son las risas después de las risas. Es una sensación parecida a cuando me dejaste y meses después me pediste que me alejara. Lástima que en esa ocasión también llorara, pero no de risa.