Te tienes que aguantar

“Las adicciones son muy peligrosas porque te lo quitan todo. El dinero, la familia, el aburrimiento. Renunciar a las adiciones significa reconciliarte con el hecho que, a menudo, la vida es aburrida y te tienes que aguantar”.


Así terminaba David Verdaguer su programa Tabús de TV3 sobre personas que han superado adicciones (o han aprendido a convivir con ellas). Y me parecieron unas palabras maestras, geniales, de esas que te provocan cierta catarsis si estás en disposición de recibirla (yo siempre intento ponerme ante cualquier situación con esa predisposición, pero quizá no siempre sea bueno intentar extraer un aprendizaje de todo lo que nos pasa por delante. A veces, hay que relajarse. Va por barrios).


En el último año, pandemia mediante, he reflexionado mucho sobre este asunto. No el de las adicciones, sino el de cómo los humanos entendemos el hecho de pasar por la vida sintiéndonos plenos.


Con el confinamiento, tuvimos que encerrarnos y renunciar al ocio, al deporte, a los viajes y a las relaciones personales directas. De golpe, sentimos que, vitalmente, dábamos un paso atrás. Como seres sociales, con cierto apego a los otros, no era fácil el hecho de alejarse por un tiempo indeterminado de lo que nos hace sentirnos entretenidos, alegres o incluso tristes y decepcionados. De lo que entendemos que nos permite estar vivos. Dejar de compartir momentos o de vivirlos uno mismo se avecinaba como algo terrible y entiendo que para muchas personas lo habrá sido, seguramente hasta niveles muy desagradables.


Aprovechando las palabras que Tabús regaló a mi mente, quiero aprovechar estas líneas para mandar un mensaje positivo desde un aparente negativismo. Vamos a ver.


La vida es lo que es, y por mucho que queramos que no sea así, tiene momentos de mierda. De mucha mierda. Momentos de aburrimiento, de hartazgo, de estrés y de rabia incontenida. Es así y tenemos varias maneras de aprender a gestionar todo esto. Pero no podemos pretender que desaparezca. Es imposible. La sonrisa diaria puede ser un escaparate, pero por dentro puede haber una amargura, un conflicto o unas nubes grises. ¿Dónde quiero llegar?


Lo único que vengo a decir es que creo que el primero de los pasos en esta vida es asumir esto. Porque si no, es cuando entramos en el bucle de la huida constante. Entonces, por ejemplo, para no aburrirnos, buscamos constantemente emociones fuertes que nos sacien y acabamos convirtiendo nuestra vida en una búsqueda irremediable de momentos de adrenalina por el simple hecho de sentir que tenemos una vida poco monótona, más que por disfrutar el momento en sí. El carpe diem es un autoengaño porque hemos entendido, quizá malamente, que vivir es estar haciendo algo y que, si no lo haces, pierdes el tiempo y tiras la vida. Pero la vida es mucho más, porque es menos que eso. Y menos es más.


Estoy seguro de que si esta sociedad consumista de momentos y en la que el capital lo rige todo nos transmitiera que no es necesario estar constantemente activo para estar vivo, este año de pandemia hubiera sido más llevadero para muchas personas. Es tan difícil, porque no es fácil, como empezar a trabajar el hecho de que no pasa nada por tener momentos en los que no estamos a tope de energía. Porque eso también forma parte de la vida.


Como siempre, el problema es el sobre pensamiento. Es decir, el pensar, por ejemplo, que te aburres es lo que te lleva a pasar un mal momento, más que el hecho de aburrirte en sí. Este bucle de pensamientos es peligroso y dañino y se puede girar. Se puede intentar no pensar, pero esa es una opción que cada vez veo menos realista. Por eso, abogo más por el hecho de pensar en la aceptación de este momento, en lo bueno que puede haber en él y en el inequívoco pensamiento y más veraz que hay: si lo estás viviendo es que estás vivo. Relativizar como camino. Porque este momento también es parte de ti, del hecho de existir y porque si sabes que ese es un momento de mierda es porque has vivido y vivirás de mejores. O mejor incluso, quizá ese rato que siempre te amargaba pasa un día a ser un instante que acabas disfrutando. Porque como dijo en una entrevista el gran Charlie Reixach: “Yo me sé aburrir. Me siento en la calle y miro quién tiene la cabeza más grande y me río”. Quizá esa sea la clave. Reírse un poco de la vida. En todo momento.


No sé.

El valor de la suerte

Pensaba ahora, mientras pensaba sobre qué escribir en mi blog, que qué suerte la mía de tener enfrente un cuadro tan bello. Es una fotografía que el anterior verano hice a unos girasoles de mi pueblo. Meses después decidí imprimirla en formato cuadro para que substituyera a una pintura que llevaba años en la pared del comedor. Observando los girasoles, he tenido un cierto instante de catarsis que me ha llevado a la conclusión inicial de este texto: qué suerte la mía de tener en frente un cuadro tan bello.

Realmente, esta conclusión esconde mucho más. Si no fuera así, terminaría aquí mi reflexión. Pero no. Esta continúa porque el ejercicio de pensar es como ese juego de las muñecas rusas. Siempre puede haber una más. Pues como mínimo hay dos o tres más. La primera, que la suerte de tener un cuadro tan bello en frente es una suma de factores en los que yo he influido directamente. Veamos. Ir a mi pueblo, pasear por el campo, hacer una foto y convertir una imagen en un cuadro. Esto como mínimo. Entonces, la suerte, en el fondo, es que la vida me regale una situación en la que todo lo llevado a cabo pueda ser posible. Por tanto, la suerte es un tanto por ciento importante, pero no mayoritario, del hecho en sí. De alguna manera, es el punto de partida. Lo que la existencia nos predispone.

También solemos llamar suerte a la capacidad de ser capaces de valorar nuestra suerte. «¡Qué suerte que lo valores!». Aunque esa suerte es la consecuencia de la capacidad propia de valoración que uno tiene sobre su existencia. Por lo que podemos determinar que se trata, de nuevo, de una decisión personal más que del azar, ya que el valorar y valorarse es una actitud y un hábito ante la vida.

Descubro ya la que parece ser la última muñeca rusa de este juego. Y veo en ella un pensamiento que he tenido mientras disfrutaba mi cuadro: la comparación con el pasado. Un ejercicio que me ha permitido aún darle más valor a mi momento, sabedor que con el cuadro anterior no hubiera tenido esos instantes de bienestar que con el actual sí he tenido. Lo que, ojo, me lleva, ahora sí, a destapar la última muñeca con la siguiente pregunta. ¿Si nunca hubiera cambiado de cuadro, hubiera llegado a la conclusión que el anterior no me aportaba nada positivo? Creo que no. Que seguiría levantando la cabeza obviando que algo mejor podría estar por venir. Lo que sí sé ahora es que está en mi poder, y no en mi suerte, el poder cambiar esos detalles que nos mejoran la vida. Levanto de nuevo la cabeza y observo los girasoles. Qué suerte la mía de poder valorarlo y de saber que algún otro día, en otro lugar, podré pararme a pensar si esa imagen que me observa es la mejor que yo podría contemplar.

No sé.

¿Por qué creo que no existen las malas personas?

Desde hace unos años, esta premisa me acompaña en todo debate sobre la existencia humana. Primero de todo, me gustaría aclarar que no busco convencer a nadie de lo que aquí vengo a exponer. Simplemente, quiero aprovechar para explicar de una manera más precisa esta creencia tan mía. Sé que muchos solo leer el título ya se habrán sumergido en prejuicios sobre mi persona, como es normal. Algunos, sin conocerme, pensarán que busco transmitir un buenismo de escaparate. Otros, aún más indignados, estarán seguros de que yo nunca he sufrido la maldad ajena en mis carnes o en la de mis seres queridos. Podéis pensar cuántos os plazca. Solo espero que este texto os ayude a entender mejor cómo pienso. Esta es, en definitiva, la única intención que tengo. El resto es ruido.

¿Por qué considero que no hay personas malas? A esta conclusión creo que sigo llegando a diario en mi conocimiento intenso sobre la mente humana. Mi interés por conocer cómo funcionamos por dentro me ha permitido acercarme a esta hipótesis que en mis fueros internos yo ya he convertido en tesis. Y lo más importante es que refuerzo este convencimiento poniendo ante el espejo todo lo que acontece en este mundo, que no es poco. A diario, o quizás cada hora, podemos leer o escuchar informaciones que nos hablan de atrocidades cometidas por individuos de cualquier cultura o zona del planeta. Estos hechos nos llevan a una rápida sentencia, la que asegura que esa persona es mala. Por tanto, las malas personas existen. ¿A caso no debe ser considerado malo un ser que comete delitos sexuales o de sangre con ensañamiento hacia personas débiles? Lo entiendo. Incluso lo defiendo. Y esta comprensión que yo tengo hacia el que divide a los humanos entre bondadosos y malvados es la que yo busco para mí. Solo con este respeto, podremos empezar a crecer y no a empobrecernos intelectualmente. Dicho esto, prosigo.

Es normal que a aquellas personas que llenan su vida de malas acciones se les categorice como malas. Pero mis estudios sobre el ser humano me llegan a pensar que lo que mueve a esas personas a actuar mal no es la maldad, sino otras razones. Hay en estas mis palabras un punto socrático, aquel que reza que es la ignorancia lo que nos conduce hacia la maldad, no la maldad en sí. Es lo que, en parte, yo creo. Podría matizar el concepto ignorancia para que esto se entendiera mejor. Podría y voy a hacerlo. Como ignorancia entiendo, principalmente, desconocimiento emocional, no cultural. ¿Qué significa esto? Pues la dificultad general de no ser capaces de descifrar el dolor que causa vivir en ciertos momentos, lo que nos lleva a no aceptarlo y a canalizarlo de la manera menos adecuada, tanto para uno como para los otros. Eso es la ignorancia que nos mueve a cometer actos atroces. Pero, entonces, ¿la suma de muchos actos malos no nos convierte en malas personas? No lo creo. La maldad no la tenemos intrínseca. No nacemos malos ni desarrollamos ningún sentimiento que se pueda catalogar como malo. Disponemos de rabia, tristeza, impotencia, eso sí, pero esas emociones no son malas. Son parte nuestra y con ellas convivimos. Pero como convivimos mal, pues nos pueden acercar a hacer, precisamente, el mal a través de nuestra agresividad, otro rasgo que debe ser aceptado y entendido, pero que la sociedad trata de anularnos desde pequeños.

Es posible que me haya perdido en reflexiones poco clarividentes, no lo sé. Lo único cierto es que tengo claro que de nada sirve separar a los humanos en buenos y malos. Si queremos ayudar a alguien que consideramos mala persona, empecemos por quitarle esa etiqueta, porque seguramente esa etiqueta es la que le ha llevado, en parte, a creerse que su existencia gira alrededor de las malas acciones. Es un tema de practicidad. Y creo que nos perdemos en exceso en debates inútiles sobre si uno es malo o enfermo y a partir de aquí pensamos qué pena merece. Es lo de siempre. El jugar a ser jueces desde nuestra poltrona de casa, una vez el daño ya está hecho. Lo que la humanidad necesita es dar un giro al efecto Pigmalión existente, causante de que muchas personas se crean el discurso de su maldad en esencia y eso les empuje a acometerla. Pero, ¿y si giramos ese efecto? ¿Y si nos tratamos desde la bondad de todos aquellos actos que todos llevamos a diario, pero no destacamos?

Este texto no intenta blanquear a delincuentes ni asesinos. Pero uno, que hace voluntariado por y para ellos, sabe que estas personas no tienen el poder satánico de la maldad interna. Simplemente, son personas rotas que no supieron o quizá no quisieron conocer otras maneras de vivir y convivir. Seres humanos que pueden llegar a ser tan buenos como tú o como yo, pero que están tan convencidos que son malos que no saben actuar de otra manera. La clave está en que todos pongamos nuestro granito de arena cambiando la mirada hacia el otro. Algo tan simple como, por ejemplo, decirle a un niño «lo has hecho mal» en vez de «eres malo».

A muchos os parecerá una gilipollez. Quizá estéis en lo cierto. Pero mirad la mierda de mundo que tenemos y cómo mejoraría la vida de todos si nos sintiéramos más cómodos y seguros. Aunque solo sea por practicidad y no por hacer la gran obra. Aunque solo sea por terminar con la maldad. Por cierto, ¿existirá la bondad?

No sé.

Sagradas escrituras

¿Qué tendrá la vejez que uno recuerda más y mejor lo que sucedió en su infancia que lo que pasó ayer?

Mi abuela siempre me hablaba de una tal Cleo. Sobre todo, meses antes de fallecer. En sus tardes de lucidez, rememoraba, sin que yo le preguntara, episodios de su juventud. Los bailes en las verbenas, la indescriptible sensación de hambre, los primeros flirteos y Cleo. Siempre aparecía su nombre. Por lo que me contaba, más que una amiga suya, fue una referente. Era mayor que ella y no era propiamente del pueblo, pero vivió en él durante años antes de partir para siempre a alguna supuesta gran ciudad. En realidad, mi abuela jamás me contó nada específico, simplemente la nombraba al final de sus relatos. Nunca le di más importancia que la de una persona más que formaba parte de la cuadrilla típica de la niñez. Y ese fue mi error.

Todo cogió sentido un mes después de la muerte de mi abuela, cuando ya me sentí preparada para entrar en su casa de nuevo. Tras rememorar nuestras charlas a través de ese olor a ancianidad bien llevada, me dispuse, tranquilamente, a seleccionar y ordenar todo lo que ese piso albergaba. Al final, era un pequeño museo de la vida de una de las personas que más he querido. Por eso, intenté saborear cada foto que encontraba, cada joya que brillaba y cada ropa que me probaba. Me pasé toda una tarde conociendo por última vez a mi abuela. Aunque el gran descubrimiento llegaría cuando ya estaba a punto de irme. Por aquellas cosas del destino, recordé que mi abuela tenía una Biblia en uno de sus armarios. Ahí estaba siempre intacta e inmóvil. Por curiosidad, decidí ojearla, ya que nunca lo había hecho y me causaba cierta ternura pensar que ella, pese a ser bastante moderna, guardaba tanto respeto por las sagradas escrituras. Y cuál fue mi sorpresa que al abrir la tapa no encontré versículo alguno.

La Biblia de mi abuela había sido, realmente, un diario escondido cual trampantojo. Dentro contenía algo maravilloso que daba sentido a todo. Mi abuela había relatado de su puño y letra durante años lo que vivió por y para una persona que le hizo sentir especial pese a los tiempos que corrían. Era un dietario dedicado a Cleo. Me quedé horas leyendo y leyendo hasta el párrafo final, el cual siempre he llevado gravado en mi memoria:

“Hace dos años que no sé nada de ella. Ya no me manda cartas. Su silencio es mi dolor. Pese a ello, la fuerza del recuerdo es más fuerte que el sufrimiento, y eso me compensa. A mis 24 años ya voy tarde. Ya no puedo esperarla más. La familia me presiona para que me case con algún joven apuesto del pueblo o dicen que se me pasará el arroz. Sé que no haré lo que me conviene, pero no me atrevo a decepcionar a mi familia. Cierro aquí este diario para que, si alguien lo lee algún día, sí sea capaz de romper esa última barrera y dar el paso definitivo. Y tú, Cleo, si me lees, decirte lo que ya sabes. Junto a ti fui y he sido feliz. Jamás imaginé que encontraría en una mujer lo que se suponía que solo podía darme un hombre. Tus miradas cómplices, tu apoyo incondicional, tus besos apasionados y tu comprensión infinita es algo que me llevo conmigo para siempre. Quizá, para que fuera perfecto, solo nos ha faltado ser más valientes y mostrar al mundo nuestro amor, aunque en estos tiempos que corren, el entorno nos hubiera machacado. Espero que, en unas décadas, otras mujeres tengan la oportunidad de hacerlo posible. Te querré siempre. Gracias por hacerme sentir especial”.

Lo primero que hice al llegar a casa fue mostrarle a mi novia ese tesoro. Lo leyó de una tirada y con lágrimas en los ojos me dijo: «Tu abuela murió feliz de saber que tú sí habías sido capaz de romper los prejuicios que ella jamás pudo romper. Pese a ello, considérala una pionera y una valiente. A ella y a Cleo. Ambas tuvieron la fortaleza para disfrutar de su amor hasta donde pudieron. Por cierto, ¿intentamos encontrar a Cleo?».

#HistoriasDePioneras

En el nombre de la libertad

Sin querer entrar en una discusión filosófica sobre el concepto de libertad (qué más dará saber definirla, si no somos capaces de sentirla), me veo obligado (paradójicamente lo contrario a la libertad) a escribir unas líneas sobre las atrocidades que se están cometiendo en su nombre.

Estos días, en plenas elecciones, podemos disfrutar, palomitas en mano, de cómo unos y otros prostituyen un concepto que todos creen poseer. Como siempre, el ser humano haciendo gala de su entereza intelectual. Demostrando que la bipolaridad no solo es un trastorno mental, sino también una actitud ante la vida. Porque estos días (aunque realmente siempre) estamos viviendo como muchos, en nombre de la libertad, creen que se debería prohibir a los otros. Es apasionante. O quizás alucinante. O, realmente, es una puta mierda.

El problema no está en pensar que unos no deberían poder presentar sus ideas, sino en creerlo a la vez que te vendes como abanderado de la libertad, hasta el punto de que te crees que lo eres. El autoengaño, otra vez en escena. Para variar.

Es muy sintomático de lo mal que estamos que unos señalen que, para ser libres, las ideas de los otros no deberían permitirse. ¿Qué sentido de la libertad es esa? El de los intolerantes e intransigentes. El de los que creen que sus ideas están por encima de otras. El sinsentido de los que necesitan sentirse el bien porque quizás no lo practican tanto como querrían.

A mí todo esto me da mandra. Cansa esta manera de entender el mundo que tienen muchos en la que solo caben unas ideas, las suyas. Liberticidas que dicen ser libertarios. Personas que seguramente quieren el bien, pero solo desde su perspectiva. Pero el bien, estoy seguro, solo se puede conquistar desde todas las perspectivas existentes. El resto es ignorancia, la misma que lleva a prohibir en nombre de la libertad.

Y, a lo mejor, este texto lo escribe alguien que cae en la misma trampa que aquí critica.

No sé.

Constructo descongelado

Entró muy ofuscada a clase. Su tez rojiza transmitía un calor interior que contrastaba con la nevada que seguía acechando fuera. No era habitual en nuestra ciudad este tipo de fenómenos climatológicos, por lo que todos estábamos entre alegres y nerviosos. Entre la ilusión de ver nevar y el estrés de convivir con esas condiciones adversas. Sin duda, una dicotomía que demuestra, una vez más, que cada uno es como es.

De primeras, vista su reacción, hubiera apostado todo mi dinero, el poco que puede tener un universitario, que la profe era de esas personas que odiaban las nevadas por el caos que generan. Y lo hubiera perdido. Pero como apuntaba, tampoco hubiera sido un drama. En cambio, el drama sí estaba en Patricia. Mi maestra favorita, ese día, se mostraba distinta. Muy distinta.

Ella siempre llegaba al aula con una sonrisa, regalándonos toda la energía del mundo. Solía decirnos que era sabedora que su asignatura era una de esas que originaban bostezos en los alumnos con solo leerla, así que buscaba contrastar ese estupor con pura vitalidad. Nos daba “Historia de las Religiones”. Cuatro palabras que, según Patri, así nos dejaba llamarla, no invitaban a vivir una hora de apasionante conocimiento. Y ahí estaba su magia. En la capacidad de motivarnos mediante la pura realidad. Esto la convertía en una de las docentes mejor valoradas, ya no de la Facultad, sino de toda la Universidad.

Pero ese día merecía un suspenso. Tras cinco minutos seguía ordenando papeles sin sentido alguno, como el que da vueltas a las llaves en el ascensor porque no tiene nada que decirse con el vecino. Pero al final, se sentó. Se sentó para mirar fijamente por la ventana durante dos minutos de silencio. Dos minutos que parecieron diez. Seguramente, porque para un alumno es inquietante esa situación. Para un alumno y para todos los humanos, tan malos gestores de los silencios, debido a lo infravalorados que los tenemos, y también tememos.

Durante esos minutos mi cabeza enloqueció. Y mi corazón también. Primero, sentí decepción porque a mi profesora preferida, la cual siempre tenía en un pedestal, la notaba alicaída y sin motivación alguna. De acuerdo que era un simple instante de entre los muchos meses que llevaba regalándome momentos únicos de aprendizaje, pero ya se sabe que uno no es justo cuando la expectativa es alta. Y con la justicia, ese término que suele estar en boca de todos, empezó su discurso.

—Es injusto. No sé que hacemos aquí. Perdonad, pero no lo soporto. No soporto esta sociedad contra natura. No entiendo cómo, una y otra vez, estamos remando contra la naturaleza. Mirad, mirad por la ventana. Y luego pensad y preguntaos si es normal que estemos en clase. Si era tan importante que hoy os enseñe algún concepto histórico de las religiones. Si era imprescindible que viniéramos a la universidad cuando no tendríamos que haber salido de casa. O sí, pero para hacer muñecos de nieve. ¿Es necesario poner en peligro a las personas cuando no hay necesidad real de desplazamiento? Yo creo que no. Es un día. Un día. Quizá dos. ¡Oh, qué drama!, ¿verdad? Pues perdonad, pero no vamos a dar clase hoy. Lo acabo de decidir. Y lo siento si alguno de vosotros considera que estoy tomando una decisión inoportuna. Pero tomaos esto como parte de mi enseñanza. Porque creo pertinente transmitiros que hoy no tocaba acudir a clase. Hoy que la nieve dificultaba los desplazamientos, era momento de recogerse o de disfrutar de lleno de un hecho que vivimos una vez cada muchos años. Estoy enfadada. Con la universidad, con la sociedad, pero sobre todo conmigo. Porque no he sido consecuente. Porque si lo hubiera sido, ahora estaría en casa tomándome un té contemplando este espectáculo por mi ventana. Y, si me perdonáis, es lo que me dispongo a hacer. Me marcho y vosotros, si os apetece, deberíais hacer lo mismo. Estas cosas dan sentido a la vida. Y no son recuperables. Mi clase, sí.

Y se hizo el silencio de nuevo. Un silencio que fue capaz de nublarnos todos los sentidos, hasta el punto de que no vimos salir a Patri del aula.

Todavía recuerdo, veinte años después, lo que me pasaba por la cabeza tras sus palabras. Por primera vez en mi vida reflexioné sobre lo que luego aprendí que era catalogado como nihilismo positivo, es decir, esa capacidad de romper lo establecido para obtener algo mejor. Un concepto de Nietzsche que yo acaba de presenciar en boca de mi profesora favorita. Aquel día me quedé pensando mucho rato sobre lo vivido y no fui capaz de disfrutar la nevada. Porque esas palabras me habían atrapado en absoluto. Fueron transgresoras y me permitieron romper un constructo mental que todos absorbemos durante años a base de creencias sociales, en las que, paradójicamente, muchas veces no creemos.

Fue un viernes de enero. Me despertó mi hijo, algo que me extrañó muchísimo, tan dormilón como era él.

—¡Papá, papá, está nevando!

—¿No me digas? —me incorporé para mirar por la ventana—. No nevaba así desde…

—¡Quiero salir a jugar con la nieve! —gritaba Max ilusionado.

—…desde que decidí ser profesor de Filosofía…

—Pero, ¿qué dices, papá? —se extrañó—. Hoy no quiero ir al cole. Quiero disfrutar de la nieve.

—¿Que no irás al cole?

—No se puede. Seguro que es peligroso conducir —sentenció convencido mientras salía de la habitación.

Me quedé en blanco. Más que el paisaje que la madre naturaleza nos estaba regalando. El mundo se veía precioso y digno de admirar. Pero no fue eso lo que me dejó en ese estado mental, sino las palabras de mi hijo. Me recordaba a Patri. Parecía que hablara ella en boca de él. Quizá para recordarme que, en parte, ella tuvo mucho que ver en todo lo que soy. Sobre todo, desde aquella clase, su última clase. Nunca más la vi.

—Está bien, hijo. Hoy no vayas al colegio. Disfrutemos de la nieve.

#MiMejorMaestro

¿Debería no ser obligatorio ir a la escuela?

No. No perderé ni un segundo en contestar esta pregunta. Simplemente es una cuestión que me planteo a menudo, sobre todo yo solo, porque con los otros no siempre es posible. Ay, los otros. Todos llevamos la bandera de la libertad y la ondeamos a diario, pero realmente somos unos intransigentes, ya no con las opiniones ajenas, sino con sus dudas.

“¿Pero cómo te puedes plantear eso?” A veces es la respuesta al título que preside este texto. ¿De verdad uno no puede preguntarse cosas? ¿No puede repensar lo establecido? ¿Es este el mundo que queremos construir, a base de no recapacitar sobre aspectos que se dan por hecho? Pues a mí no me gusta. A mí me gusta que la gente pueda pensar, sentir y decir lo que considere. Porque desde el mismo momento en el que uno se piensa si debe expresar algo por miedo a una reacción adversa o al rechazo, en ese preciso instante estamos atentando contra su libertad individual, pero también contra la colectiva. Y, al fin y al cabo, contra la verdad, que solo puede surgir de la incertidumbre de todos.

A mí me agota que uno no pueda plantearse ciertas cosas. ¿Lo habéis notado ya? Y me lleva a una conclusión. Es tan poco el esfuerzo que dedicamos a valorar la existencia, que evitamos reflexionar sobre estructuras sólidas. Es decir, no somos capaces ni de preguntarnos si deberíamos preguntarnos si una cosa que llevamos a cabo por inercia social está bien o mal. Este es el gran drama. El de creer que hay cosas que son inamovibles, innegociables, incluso no planteables. Como el de ir a la escuela, el lugar en el que hoy en día se aprende a base de preguntas. O eso nos venden.

Es desesperante.

No sé.

No voto

No quiero entrar en disputas de si no votar sirve de algo o si es un feo desprecio a todos aquellos que lucharon por el voto. Solo diré que es un derecho y, como tal, se puede ejercer o no. Dicho esto, os invito a que en las próximas elecciones a las que os citen no votéis a ninguno. Abstención, blanco o nulo. Pero ninguna papeleta con los nombres y símbolos de todos ellos. Y no por capricho personal, que también. Sino por hartazgo. Porque yo también me canso de escuchar a todo el mundo rajando a diario de sus políticos para luego, cual borregos, depositar el voto que les dé de nuevo unos años más lo que buscan: chupar del poder.

No sé si realmente cambiaremos algo, pero lo que sí sé es que esta es la única manera de no seguir como estamos. Porque, pongamos por caso. Si un producto de una tienda os parece malo, ¿qué hacéis? ¿Criticarlo al vendedor pero comprarlo, o directamente no comprarlo? Pues eso. Lo mismito con la política. Mientras les votéis, les daréis la razón, por muchas pataletas que mostréis. Si no les votáis, os daréis la razón. Sed consecuentes.

No sé.

Soltería, yo te defiendo

Vamos a ver. Con estas líneas no intento convencer a nadie de que la soltería es mejor que lo otro. Y lo llamo lo otro porque hoy en día existen tantas fórmulas de vivir las relaciones que no podría sentenciarlo en un solo concepto. Así que cada uno se etiquete como le plazca. A lo que iba. No quiero convencer a nadie de lo maravillosa que es la soltería. Porque eso es tan personal como las relaciones. Pero sí quiero romper varias lanzas a favor de ella y no para situarla por encima de lo otro, me reitero, sino para proteger su condición. Sin más.

Durante muchas décadas el soltero ha sido visto como aquel fracasado que no fue querido por nadie, solo por sus amigos y por sus padres. Ah, y por su perro y su gato. Por suerte, esta construcción social ha ido cambiando y hoy en día esa idea prácticamente ha desaparecido. Aunque no por completo. Porque todavía mucha gente emite esa mirada lastimosa hacia el que no tiene pareja, sobre todo si la mirada procede de los ojos de las generaciones que nos parieron. Que, en el fondo, nos parieron por no saber que hay vida (y buena) en la soltería. Así que gracias por el esfuerzo. Y, ante todo, no sufráis. No lo hagáis porque ahora tenemos la gran suerte de poder valorar y escoger este manera de existir. Que sí, que vale, que quizá nunca ha aparecido esa persona aún, que nunca digas nunca y que bla bla bla. Que sí. Que es verdad. Que todo puede cambiar. Pero aquí lo que no se ha entendido es que uno no rechaza las relaciones, sino que uno lo que hace es valorar positivamente la soltería. Esa es la mirada. Esa es la clave. Que cada uno esté bien donde desee estar o donde pueda estar. El resto, es pura prosa adornada de lírica romántica. Por tanto, no más lágrimas por aquel que te dice estoy soltero y estoy bien. Si eso, llora por el que va loco por encontrar su media naranja y no lo consigue. Ese es el que sufre, porque vive al grito de la vida me da limones. Pura amargura.

Pues ese debe saber que, quizá, lo que debe es parar. Parar a pensar. Que es lo que siempre nos falta. Y reflexionar si esas ganas de compartir la vida son fruto de su esencia personal o de una creencia colectiva. Porque uno debe saber que la tradición religiosa y la cultura de Disney han convertido la vida en una carrera de fondo que hay que correr de la mano de otra persona. Y ese objetivo puede jugar en contra de uno mismo. Primero, porque marcarse objetivos externos (no propios) es una cosa absurda. Y, segundo, porque lo que hay que tener en cuenta es si el objetivo nos conviene o no. Si nos aportará bienestar o, por el contrario, nos desgraciará aún más.

¿Te he convencido de que estar soltero es mejor que estar en pareja? Pues he fracasado, porque ese no era el propósito de este texto. Pero si he conseguido que unos dejen de ver la soltería como un factor negativo y que otros la vivan como algo normal y sean capaces de hallar en este estado el bienestar que merecen, habré triunfado. Porque, al final, lo único que uno quiere es que todos, y digo todos, suframos lo menos posible por lo que no hay que sufrir. Os lo dice un soltero.

No sé.

Me cago en el puto perfeccionismo

Nada nos hace más imperfectos que la obsesión por ser perfectos. Porque el perfeccionismo potencia la exigencia y baja la autoestima. Es de sentido común. Uno se obliga a alcanzar un nivel imposible y, al no llegar, la imagen propia se infravalora.

Es pues el trauma una consecuencia de cierto perfeccionismo que se nos exige desde bien pequeños. Así que yo os animo a vivir en el error constante, que no a provocarlo. Ojo al matiz. Tengamos claro que la equivocación es constante porque forma parte de cada acción que emprendemos. Inevitable. Si la niegas, te niegas, entonces es cuando sufres.

Haz. Acepta el error. Incluso disfrútalo. Banalizarlo es lo más perfecto que puedes hacer. Mucho más que rectificarlo. Si eso, para próximas veces, ya lo tendrás en cuenta para errar un poco menos. Pero que sepas que siempre te equivocarás. Por tanto, cágate en el puto perfeccionismo. Y vive.

No sé.