Constructo descongelado

Entró muy ofuscada a clase. Su tez rojiza transmitía un calor interior que contrastaba con la nevada que seguía acechando fuera. No era habitual en nuestra ciudad este tipo de fenómenos climatológicos, por lo que todos estábamos entre alegres y nerviosos. Entre la ilusión de ver nevar y el estrés de convivir con esas condiciones adversas. Sin duda, una dicotomía que demuestra, una vez más, que cada uno es como es.

De primeras, vista su reacción, hubiera apostado todo mi dinero, el poco que puede tener un universitario, que la profe era de esas personas que odiaban las nevadas por el caos que generan. Y lo hubiera perdido. Pero como apuntaba, tampoco hubiera sido un drama. En cambio, el drama sí estaba en Patricia. Mi maestra favorita, ese día, se mostraba distinta. Muy distinta.

Ella siempre llegaba al aula con una sonrisa, regalándonos toda la energía del mundo. Solía decirnos que era sabedora que su asignatura era una de esas que originaban bostezos en los alumnos con solo leerla, así que buscaba contrastar ese estupor con pura vitalidad. Nos daba “Historia de las Religiones”. Cuatro palabras que, según Patri, así nos dejaba llamarla, no invitaban a vivir una hora de apasionante conocimiento. Y ahí estaba su magia. En la capacidad de motivarnos mediante la pura realidad. Esto la convertía en una de las docentes mejor valoradas, ya no de la Facultad, sino de toda la Universidad.

Pero ese día merecía un suspenso. Tras cinco minutos seguía ordenando papeles sin sentido alguno, como el que da vueltas a las llaves en el ascensor porque no tiene nada que decirse con el vecino. Pero al final, se sentó. Se sentó para mirar fijamente por la ventana durante dos minutos de silencio. Dos minutos que parecieron diez. Seguramente, porque para un alumno es inquietante esa situación. Para un alumno y para todos los humanos, tan malos gestores de los silencios, debido a lo infravalorados que los tenemos, y también tememos.

Durante esos minutos mi cabeza enloqueció. Y mi corazón también. Primero, sentí decepción porque a mi profesora preferida, la cual siempre tenía en un pedestal, la notaba alicaída y sin motivación alguna. De acuerdo que era un simple instante de entre los muchos meses que llevaba regalándome momentos únicos de aprendizaje, pero ya se sabe que uno no es justo cuando la expectativa es alta. Y con la justicia, ese término que suele estar en boca de todos, empezó su discurso.

—Es injusto. No sé que hacemos aquí. Perdonad, pero no lo soporto. No soporto esta sociedad contra natura. No entiendo cómo, una y otra vez, estamos remando contra la naturaleza. Mirad, mirad por la ventana. Y luego pensad y preguntaos si es normal que estemos en clase. Si era tan importante que hoy os enseñe algún concepto histórico de las religiones. Si era imprescindible que viniéramos a la universidad cuando no tendríamos que haber salido de casa. O sí, pero para hacer muñecos de nieve. ¿Es necesario poner en peligro a las personas cuando no hay necesidad real de desplazamiento? Yo creo que no. Es un día. Un día. Quizá dos. ¡Oh, qué drama!, ¿verdad? Pues perdonad, pero no vamos a dar clase hoy. Lo acabo de decidir. Y lo siento si alguno de vosotros considera que estoy tomando una decisión inoportuna. Pero tomaos esto como parte de mi enseñanza. Porque creo pertinente transmitiros que hoy no tocaba acudir a clase. Hoy que la nieve dificultaba los desplazamientos, era momento de recogerse o de disfrutar de lleno de un hecho que vivimos una vez cada muchos años. Estoy enfadada. Con la universidad, con la sociedad, pero sobre todo conmigo. Porque no he sido consecuente. Porque si lo hubiera sido, ahora estaría en casa tomándome un té contemplando este espectáculo por mi ventana. Y, si me perdonáis, es lo que me dispongo a hacer. Me marcho y vosotros, si os apetece, deberíais hacer lo mismo. Estas cosas dan sentido a la vida. Y no son recuperables. Mi clase, sí.

Y se hizo el silencio de nuevo. Un silencio que fue capaz de nublarnos todos los sentidos, hasta el punto de que no vimos salir a Patri del aula.

Todavía recuerdo, veinte años después, lo que me pasaba por la cabeza tras sus palabras. Por primera vez en mi vida reflexioné sobre lo que luego aprendí que era catalogado como nihilismo positivo, es decir, esa capacidad de romper lo establecido para obtener algo mejor. Un concepto de Nietzsche que yo acaba de presenciar en boca de mi profesora favorita. Aquel día me quedé pensando mucho rato sobre lo vivido y no fui capaz de disfrutar la nevada. Porque esas palabras me habían atrapado en absoluto. Fueron transgresoras y me permitieron romper un constructo mental que todos absorbemos durante años a base de creencias sociales, en las que, paradójicamente, muchas veces no creemos.

Fue un viernes de enero. Me despertó mi hijo, algo que me extrañó muchísimo, tan dormilón como era él.

—¡Papá, papá, está nevando!

—¿No me digas? —me incorporé para mirar por la ventana—. No nevaba así desde…

—¡Quiero salir a jugar con la nieve! —gritaba Max ilusionado.

—…desde que decidí ser profesor de Filosofía…

—Pero, ¿qué dices, papá? —se extrañó—. Hoy no quiero ir al cole. Quiero disfrutar de la nieve.

—¿Que no irás al cole?

—No se puede. Seguro que es peligroso conducir —sentenció convencido mientras salía de la habitación.

Me quedé en blanco. Más que el paisaje que la madre naturaleza nos estaba regalando. El mundo se veía precioso y digno de admirar. Pero no fue eso lo que me dejó en ese estado mental, sino las palabras de mi hijo. Me recordaba a Patri. Parecía que hablara ella en boca de él. Quizá para recordarme que, en parte, ella tuvo mucho que ver en todo lo que soy. Sobre todo, desde aquella clase, su última clase. Nunca más la vi.

—Está bien, hijo. Hoy no vayas al colegio. Disfrutemos de la nieve.

#MiMejorMaestro

¿Debería no ser obligatorio ir a la escuela?

No. No perderé ni un segundo en contestar esta pregunta. Simplemente es una cuestión que me planteo a menudo, sobre todo yo solo, porque con los otros no siempre es posible. Ay, los otros. Todos llevamos la bandera de la libertad y la ondeamos a diario, pero realmente somos unos intransigentes, ya no con las opiniones ajenas, sino con sus dudas.

“¿Pero cómo te puedes plantear eso?” A veces es la respuesta al título que preside este texto. ¿De verdad uno no puede preguntarse cosas? ¿No puede repensar lo establecido? ¿Es este el mundo que queremos construir, a base de no recapacitar sobre aspectos que se dan por hecho? Pues a mí no me gusta. A mí me gusta que la gente pueda pensar, sentir y decir lo que considere. Porque desde el mismo momento en el que uno se piensa si debe expresar algo por miedo a una reacción adversa o al rechazo, en ese preciso instante estamos atentando contra su libertad individual, pero también contra la colectiva. Y, al fin y al cabo, contra la verdad, que solo puede surgir de la incertidumbre de todos.

A mí me agota que uno no pueda plantearse ciertas cosas. ¿Lo habéis notado ya? Y me lleva a una conclusión. Es tan poco el esfuerzo que dedicamos a valorar la existencia, que evitamos reflexionar sobre estructuras sólidas. Es decir, no somos capaces ni de preguntarnos si deberíamos preguntarnos si una cosa que llevamos a cabo por inercia social está bien o mal. Este es el gran drama. El de creer que hay cosas que son inamovibles, innegociables, incluso no planteables. Como el de ir a la escuela, el lugar en el que hoy en día se aprende a base de preguntas. O eso nos venden.

Es desesperante.

No sé.

No voto

No quiero entrar en disputas de si no votar sirve de algo o si es un feo desprecio a todos aquellos que lucharon por el voto. Solo diré que es un derecho y, como tal, se puede ejercer o no. Dicho esto, os invito a que en las próximas elecciones a las que os citen no votéis a ninguno. Abstención, blanco o nulo. Pero ninguna papeleta con los nombres y símbolos de todos ellos. Y no por capricho personal, que también. Sino por hartazgo. Porque yo también me canso de escuchar a todo el mundo rajando a diario de sus políticos para luego, cual borregos, depositar el voto que les dé de nuevo unos años más lo que buscan: chupar del poder.

No sé si realmente cambiaremos algo, pero lo que sí sé es que esta es la única manera de no seguir como estamos. Porque, pongamos por caso. Si un producto de una tienda os parece malo, ¿qué hacéis? ¿Criticarlo al vendedor pero comprarlo, o directamente no comprarlo? Pues eso. Lo mismito con la política. Mientras les votéis, les daréis la razón, por muchas pataletas que mostréis. Si no les votáis, os daréis la razón. Sed consecuentes.

No sé.

Soltería, yo te defiendo

Vamos a ver. Con estas líneas no intento convencer a nadie de que la soltería es mejor que lo otro. Y lo llamo lo otro porque hoy en día existen tantas fórmulas de vivir las relaciones que no podría sentenciarlo en un solo concepto. Así que cada uno se etiquete como le plazca. A lo que iba. No quiero convencer a nadie de lo maravillosa que es la soltería. Porque eso es tan personal como las relaciones. Pero sí quiero romper varias lanzas a favor de ella y no para situarla por encima de lo otro, me reitero, sino para proteger su condición. Sin más.

Durante muchas décadas el soltero ha sido visto como aquel fracasado que no fue querido por nadie, solo por sus amigos y por sus padres. Ah, y por su perro y su gato. Por suerte, esta construcción social ha ido cambiando y hoy en día esa idea prácticamente ha desaparecido. Aunque no por completo. Porque todavía mucha gente emite esa mirada lastimosa hacia el que no tiene pareja, sobre todo si la mirada procede de los ojos de las generaciones que nos parieron. Que, en el fondo, nos parieron por no saber que hay vida (y buena) en la soltería. Así que gracias por el esfuerzo. Y, ante todo, no sufráis. No lo hagáis porque ahora tenemos la gran suerte de poder valorar y escoger este manera de existir. Que sí, que vale, que quizá nunca ha aparecido esa persona aún, que nunca digas nunca y que bla bla bla. Que sí. Que es verdad. Que todo puede cambiar. Pero aquí lo que no se ha entendido es que uno no rechaza las relaciones, sino que uno lo que hace es valorar positivamente la soltería. Esa es la mirada. Esa es la clave. Que cada uno esté bien donde desee estar o donde pueda estar. El resto, es pura prosa adornada de lírica romántica. Por tanto, no más lágrimas por aquel que te dice estoy soltero y estoy bien. Si eso, llora por el que va loco por encontrar su media naranja y no lo consigue. Ese es el que sufre, porque vive al grito de la vida me da limones. Pura amargura.

Pues ese debe saber que, quizá, lo que debe es parar. Parar a pensar. Que es lo que siempre nos falta. Y reflexionar si esas ganas de compartir la vida son fruto de su esencia personal o de una creencia colectiva. Porque uno debe saber que la tradición religiosa y la cultura de Disney han convertido la vida en una carrera de fondo que hay que correr de la mano de otra persona. Y ese objetivo puede jugar en contra de uno mismo. Primero, porque marcarse objetivos externos (no propios) es una cosa absurda. Y, segundo, porque lo que hay que tener en cuenta es si el objetivo nos conviene o no. Si nos aportará bienestar o, por el contrario, nos desgraciará aún más.

¿Te he convencido de que estar soltero es mejor que estar en pareja? Pues he fracasado, porque ese no era el propósito de este texto. Pero si he conseguido que unos dejen de ver la soltería como un factor negativo y que otros la vivan como algo normal y sean capaces de hallar en este estado el bienestar que merecen, habré triunfado. Porque, al final, lo único que uno quiere es que todos, y digo todos, suframos lo menos posible por lo que no hay que sufrir. Os lo dice un soltero.

No sé.

Me cago en el puto perfeccionismo

Nada nos hace más imperfectos que la obsesión por ser perfectos. Porque el perfeccionismo potencia la exigencia y baja la autoestima. Es de sentido común. Uno se obliga a alcanzar un nivel imposible y, al no llegar, la imagen propia se infravalora.

Es pues el trauma una consecuencia de cierto perfeccionismo que se nos exige desde bien pequeños. Así que yo os animo a vivir en el error constante, que no a provocarlo. Ojo al matiz. Tengamos claro que la equivocación es constante porque forma parte de cada acción que emprendemos. Inevitable. Si la niegas, te niegas, entonces es cuando sufres.

Haz. Acepta el error. Incluso disfrútalo. Banalizarlo es lo más perfecto que puedes hacer. Mucho más que rectificarlo. Si eso, para próximas veces, ya lo tendrás en cuenta para errar un poco menos. Pero que sepas que siempre te equivocarás. Por tanto, cágate en el puto perfeccionismo. Y vive.

No sé.

Ser positivo

Conviven las personas en un error sistemático sobre la positividad. Y es que esta no consiste en bonitos anhelos y bellas palabras al viento. Pura inutilidad. Ser positivo es encontrar la manera de estar mejor en cada situación. Tan simple como dificultoso.

Las personas positivas no se pasan el día proclamando lo bien que irá todo. Las personas positivas a lo que se dedican es a asumir los contextos, a pensar como podrán ser su mejor versión y a sentirse a gusto dentro de las posibilidades existentes. Actos, pensamientos y emociones en consonancia.

Algunos me dirán que parece que estemos esclavizados a las circunstancias. Pero es que es así. Mírese con la pandemia. Los que mejor lo han llevado no son los que a todas horas desean que el problema termine, sino los que han buscado en cada nueva situación los máximos beneficios, tanto particulares como colectivos. El resto es puro autoengaño. Una constante mentira vestida de color púrpuras para, durante unos segundos, hacer sentir bien. Pero es pan para hoy y hambre para mañana. Porque esas palabras positivas no son más que una vacuidad que retrasa la aceptación de la realidad. Y el positivo, al fin y al cabo, es un realista convencido que, además, contagia al resto.

No sé.

A la vida no se la vence

A nada se le vence. Todo lo que existe, sea en nuestra mente o en el aparente mundo empírico al que asistimos a diario, es una circunstancia de nuestro ser. Y como tal, nos acompañará hasta que la propia consciencia se apague, aunque sea a ojos de los demás.

A nada se le vence porque nadie te quiere derrotar. Toda persona que consideras que te quiere mal, en el fondo se está destruyendo a ella misma. Tú solo eres su medio para canalizar su dolor. No eres más que eso. Por ello, no te debes sentir demasiado importante. Ni protagonista ni antagonista. Eres también su circunstancia. Una circunstancia que le acompaña, pero que aún no ha sabido entender.

A nada se le vence porque nadie te quiere derrotar ni nada está programado para destruirte. Esa solo es una idea que maneja nuestro ego. Pero no hay certeza que a lo largo de tu existencia haya un algo con el claro objetivo de vencerte. De nuevo, tu importancia es relativa. Como toda aquella circunstancia que te rodea sin más casualidad que la de coincidir contigo en tiempo y espacio. Luego, la causalidad ya dependerá de la fijación que le otorgues a aquel elemento sobre ti.

A nada se le vence porque nadie te quiere derrotar ni nada está programado para destruirte, solo tú. Solo tú eres capaz de aniquilar tu existencia a golpe de victimismo, negatividad y dolor. Al fin y al cabo, evitable sufrimiento. Aunque al sufrimiento tampoco se le gana. Ni se le pierde. Al sufrimiento, simplemente, se le acompaña a guardarte respeto. El respeto que te mereces y a menudo te pierdes.

Recuerda. A nada se le vence porque aquí no hemos venido a luchar contra nada ni nadie. Aquí hemos venido a pasar un rato agradable. Sin más presión que la que uno se imponga por aquello de darle un poco de emoción a una existencia que, a veces, se nos muestra derrotada. Pero no, no es cuestión de derrotas. Es cuestión de sentirse bien, de estar cómodo y de intentar pensar con pausa y perspectiva. La misma perspectiva que nos otorga el bienestar para comprender que esta vida no es una batalla, sino más bien un acompañamiento.

No sé.