Los últimos pasos

Quizá nunca te has parado a pensar qué siente un anciano cuando mira por la oscura ventana de su hogar. Un marco que habla del paso del tiempo como no lo haría nada ni nadie. Seguramente, ni ese ser que, triste, fija sus ojos en unas pisadas que jamás volverá a dar y en unos besos que ya son parte de su historia. En ocasiones, una mano acaricia sin fuerza el cristal de un ventanal que deja pasar una luz que se destruye cuando se alberga en el interior de una casa gobernada por el olor a muerte. Nada sobrevive a ese ambiente donde la vida cada día está menos presente. Será por eso, que en la tercera edad contemplamos tanto hacia el exterior, como queriendo evitar reconocer lo que dentro nos rodea. O no, será que uno busca, con el cuerpo dolorido, recordar a través de la mente los errores que le hicieron la vida menos feliz. Nunca termina el ser de machacarse. Da igual los suspiros que falten para el último adiós, la obsesión es que la desgracia siempre esté presente, aunque de éste quede poco, muy poco. De lo que sí hay tiempo es para la envidia. La envidia de ver como otros de tu edad sí pueden salir de sus casas. O unos más jóvenes hacen cosas que no volverás a hacer nunca más. Resignarse es un verbo pasivo, porque aceptar que no volverás a conquistar a nadie no es tarea fácil. Por suerte, sabes que nadie te observa a ti, porque esta humanidad no gana el tiempo en levantar la cabeza y mirar a otros seres, sino que prefiere perderse en sus superfluas preocupaciones. Sin fuerzas para llorar, y tras varias horas repartiendo tus contemplaciones entre lo que tus ojos te dejan ver y lo que tu mente quiere recuperar, decides volver a tu tenebrosa soledad. Giras el cuello y te invade de nuevo ese olor que empieza a ser tan familiar. Tanto, que es lo más familiar que te queda. Bueno, y también mi mano, que te acompañará a partir de ahora para ser tu último hogar.

Deja un comentario